“Convocatoria
para una convergencia democrática”
Raúl
Alfonsín
[1 de
diciembre de 1985]1. El desafío
Implica una movilización
de energías que abarca no sólo la dirección política de la sociedad-al Estado y
al sistema político sino también a los grupos y a los individuos para que, sin
renunciar a la defensa de sus intereses legítimos, sean capaces de articularlos
en una fórmula de solidaridad.
El futuro es siempre deudor de voluntades, de actores, de entusiasmo y de inteligencia colectiva. No hay empresa nacional sin pueblo y no hay pueblo sin personas conscientes de que su vida cotidiana forma parte de la vida de la comunidad. Frente al fracaso y al estancamiento venimos a proponer hoy el camino de la modernización. Pero no lo queremos transitar sacrificando los valores permanentes de la ética.
Afirmaremos que sólo la
democracia hace posible la conjugación de ambas exigencias. Una democracia
solidaria, participativa y eficaz, capaz de impulsar las energías, de poner en
tensión las fuerzas acumuladas en la sociedad. Combinar la dimensión de la
modernización en el reclamo ético, dentro del proceso de construcción de una
democracia estable, implica la articulación de una serie de valores que
redefinen en su interacción, puesto que la modernización es calificada por sus
contenidos éticos y la ética lo es por el proceso de modernización. ¿Cuáles son
esos valores sobre los que aspiramos a construir las rutinas de una sociedad
democrática? Pensamos que una sociedad democrática se distingue por el papel
definitorio que le otorga al pluralismo, entendido no sólo como un
procedimiento para la toma de decisiones, sino también como su valor fundante.
En estos términos, el pluralismo es la base sobre la que se erige la democracia
y significa reconocimiento del otro, capacidad para aceptar las diversidades y
discrepancias como condición para la existencia de una sociedad libre. La
democracia rechaza un mundo de semejanzas y uniformidades que, en cambio, forma
la trama íntima de los totalitarismos. Pero este rechazo de la uniformidad, de
la unanimidad, de ninguna manera supone la exaltación del individualismo
egoísta, de la incapacidad para la construcción de empresas colectivas.
La democracia que
concebimos sólo puede constituirse a partir de una ética de la solidaridad,
capaz de vertebrar procesos de cooperación que concurran al bien común. Esta
ética se basa en una idea de la justicia como equidad, como distribución de las
ventajas y de los sacrificios, con arreglo al criterio de dar prioridad a los
desfavorecidos aumentando relativamente su cuota de ventajas y procurando
disminuir su cuota de sacrificios. La modernización que se impulsa no puede
estar al margen de estos reclamos éticos. Construir una sociedad democrática
moderna y fundada en una ética de la equidad y la solidaridad requiere afrontar
con decisión y solvencia los problemas que plantea la permanente tensión entre
el orden y el cambio sociales. Una antigua concepción-general mente asociada a
las derechas tradicionales-tiende a juzgar al orden social como un valor
absoluto y suficiente y a calificar al disenso, y sobre todo al conflicto, como
eventualidades negativas e indeseables por principio. Otra concepción no menos
añeja -vinculada a ciertas izquierdas- exalta en cambio las presuntas virtudes
de la lucha y el antagonismo constantes, considerando como perniciosa toda
estrategia que se preocupe por la construcción de un orden político estable.
Superar esa falsa
disyuntiva constituye uno de los principales desafíos de la democracia. Por
cierto, un proyecto democrático que afirme resueltamente los valores de la
modernización es por definición un proyecto de cambio social, económico,
político, cultural. Y es sabido que los procesos de cambio, en sociedades
complejas como la argentina, dan lugar-y es bueno que así sea-a discusiones,
divergencias y conflictos respecto de las formas de implementación y de los
mismos objetivos. Aquí es preciso rescatar nuevamente la idea de pluralismo,
entendida, no sólo como uno de los valores fundantes de la democracia, sino
también como mecanismo de funcionamiento político o, más precisamente como un
procedimiento para la adopción de decisiones, que supone asumir como legítimos
el disenso y el conflicto. La reivindicación del disenso, sin embargo, no nos
debe llevar a una suerte de neoanarquismo ingenuo que rehabilite al conflicto
permanente y descontrolado como una presunta virtud democrática. El ejercicio
responsable de las divergencias y las oposiciones supone un consenso básico
entre los actores sociales, esto es, la aceptación de un sistema de reglas de
juego compartidas. El disenso democrático implica, pues, como condición de su
ejercicio, un orden democrático. Pero este orden democrático no debe ser
concebido exclusivamente como un límite a las iniciativas de los actores
políticos individuales y colectivos. Por el contrario, dicho orden debe definir
las modalidades legítimas positivas de la participación política. 0, si se
quiere promover e instaurar una relación de reciprocidad en virtud de la cual
los actores, al tiempo que se avienen a compartir un sistema normativo común,
adquieren el derecho y asumen el deber de intervenir activamente en la adopción
de las decisiones políticas. Como garante del adecuado funcionamiento de las
reglas del juego democráticas y como canalizador y promotor de la participación
de los ciudadanos, el papel del Estado es fundamental, particular mente en una
etapa de transición y consolidación democrática como la que vive nuestra
sociedad.
No hay sociedad
democrática sin disenso; tampoco la hay sin reglas de juego compartidas; ni la
hay sin participación. Pero no hay además ni disenso, ni reglas de juego, ni
participación democrática sin sujetos democráticos.
¿Qué es un sujeto
democrático? Simplemente, aquel que ha interiorizado, hecho suyos, los valores
éticos y políticos antes expuestos -legitimidad del disenso, pluralismo como
principio y como método, aceptación de las reglas básicas de la convivencia
social. respeto de las diferencias, voluntad de participación. En un país con
arraigadas tradiciones autoritarias, la emergencia de sujetos democráticos no
va de suyo; es una tarea, una empresa. Desde el punto de vista de los
individuos es, a su vez, un aprendizaje producto de experiencias, de ensayos y
errores, de frustraciones y gratificaciones. Durante años, ha sido un
aprendizaje solitario y desvalido. El Estado democrático debe contribuir
decisivamente a consolidar y acelerar ese aprendizaje, y el discurso político
ayudar a que las rutinas democráticas se conviertan en hábitos queridos y
compartidos por la ciudadanía.
Corresponde también a
los partidos políticos promover la voluntad de democratización de la sociedad
toda, operando como verdaderas escuelas de civismo. A este empeño deben sumarse
las organizaciones representativas de las distintas franjas del quehacer
colectivo, tanto en lo económico como en lo cultural y lo espiritual. No menos
importante será la función del sistema educacional y de los medios de educación,
que deberán asumir la creciente cuota de responsabilidad que les corresponde en
una sociedad moderna.
2. Las
condiciones
2.1. La
construcción de una sociedad diferente
Para afrontar con éxito
el desafío se requiere construir una sociedad diferente.
Anteriores intentos de
cambio de la estructura social y económica del país fueron concebidos como
políticas elitistas, que excluyeron la participación de los ciudadanos en las
decisiones atinentes a su futuro. Pero hoy se ha producido en la Argentina la toma de
conciencia de una sociedad que asume globalmente la responsabilidad de decidir
su destino, de elaborar consensualmente su proyecto de país. El primer paso
concreto para la construcción de una sociedad diferente -de una sociedad mejor-
es una apertura de compuertas que convierta a la vieja sociedad cerrada en una
sociedad abierta y plural. El ejercicio pleno de los derechos ciudadanos, las
libertades individuales y la solidaridad social constituyen la base sobre la
que se empieza a levantar el edificio de la sociedad moderna.
Los nuevos valores de la
comunidad argentina -la tolerancia, la racionalidad, el respeto mutuo y la
búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos- hacen posible un tránsito
sin traumas de la sociedad autoritaria a la sociedad democrática. En esta nueva
sociedad, cada argentino debe sentir que posee poder de opinión, poder de
decisión y poder de construcción. Lo debe sentir y debe estar en condiciones de
ejercerlo efectivamente.
Esto significa
efectivizar y ampliar los derechos inscriptos en nuestro texto constitucional,
profundizando los canales de comunicación social, estrechando los brazos de
interrelación entre las personas y promoviendo la acción comunitaria para el
debate y la solución de problemas concretos mediante la apertura de nuevas vías
de participación para la sociedad.
Ello implica cambiar la
vieja política de puertas cerradas por la nueva política en contacto directo
con las demandas y propuestas del pueblo. La política debe quebrar la barrera
de la frialdad, la lejanía y la desconfianza, con la cual la observan todavía
muchos argentinos. La sociedad nueva que nace consolidará las conductas
integradoras y solidarias expresadas en actitudes de cooperación y
predisposición al cambio superador y al progreso, por oposición a las conductas
agresivas y al individualismo egoísta que bloqueó a la sociedad y anuló su
capacidad de iniciativa La construcción de una sociedad requiere escapar de las
pujas salvajes y de la lucha de todos contra todos, a través de un pacto social
entre los actores. Pero ese pacto sólo puede lograrse de verdad cuando un gran
objetivo nacional lo exige y legitima. El compromiso común para la construcción
de una sociedad común es, entonces, la sustancia misma del pacto social y la
acción conjunta para hacerla realidad y consolidarla será la condición de su
vigencia y éxito. La transición en libertad hacia la nueva sociedad implica de
por sí una concepción del país que se quiere con una sociedad integrada y con
una interdependencia y una comunicación más estrechas entre los hombres que
garanticen un común universo de valores compartidos y un orden respetado por
todos. Lograr la consolidación de esta sociedad integrada supone contener en un
marco de convivencia los antagonismos que en el pasado nos dividieron y poner
fin a las luchas que nos desgarraron. La sustitución de la violencia y la
intolerancia por la discusión y el pluralismo, la exclusión de la lucha salvaje
como medio para dirimir las naturales contiendas entre diferentes ideas y
propuestas y su reemplazo por el debate abierto y el consecuente respeto a la
decisión mayoritaria y a los derechos de las minorías, constituyen un primer
compromiso para la movilización detrás de objetivos comunes. La sociedad nueva
que veremos crecer -como fruto de la concreción de los anhelos y las esperanzas
del pueblo- no es otra que una sociedad democrática y solidaria, hecha por y
para el hombre de nuestra Patria. Su fin será facilitar a todos sus miembros el
desarrollo de sus potencialidades así como el de sus derechos imprescriptibles
el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la libertad, a la igualdad,
a la propiedad en función social y a la participación activa y responsable en
las decisiones políticas así como en la generación y distribución equitativa de
la riqueza.
2.2.
Conquista de un lugar para la
Argentina en el mundo
Es menester lograr una
correcta inserción de la
Argentina en el mundo. Esta cuestión, en el contexto mundial
contemporáneo, representa un problema global que nuestro país debe enfrentar
desde la perspectiva de su propio cambio interno hacia la modernización y la
consolidación de la democracia, en adecuada relación con los cambios que se
están produciendo en las otras naciones así como en sus relaciones entre sí v
con las distintas áreas regionales, políticas, militares y económicas. Para
encarar el tema con mayor eficacia es conveniente desglosar la cuestión global
en los siguientes niveles a) inserción política; b) inserción cultural; c)
inserción económica, y d) inserción estratégico-militar. Dentro de cada uno de
esos niveles, corresponderá distinguir los grados y etapas de inserción, tanto
en lo espacial como en lo temporal.
a)
Inserción política
Las naciones que
postulan la democracia pluralista como el sistema político más justo, más
eficaz y más conveniente para la organización y el gobierno de las sociedades
modernas y complejas. Ello no implica la supeditación a ningún grupo de
naciones, sino la subordinación doctrinaria a un principio que consagra al
sistema de partidos políticos como factor esencial de una democracia efectiva,
con pleno respeto por los derechos a la oposición y al disenso y con la
alternancia como posibilidad siempre abierta. En este marco, y en el respeto de
los principios de no intervención y autodeterminación, la Argentina debe bregar
por la consolidación de sistemas análogos en el subcontinente latinoamericano,
entendiendo que la democracia no puede ser el privilegio de algunas pocas
naciones. Asimismo, propenderá a que las reglas democráticas sean también el
patrón que guíe las relaciones entre las distintas naciones del mundo y sus
agrupamientos regionales, históricos y culturales. La Argentina renovada
asumirá para sí y propondrá para el resto de los pueblos del mundo un concepto
también renovado de la democracia, que intensifique su carácter participativo,
extendiendo y profundizando las instancias de intervención de los ciudadanos en
la adopción de las reglas y en la toma de las decisiones. La integración
política latinoamericana será considerada como un paso necesario y valioso de
por sí, que deberá tender hacia un futuro en el que la humanidad en su conjunto
comparta los avances científicos, tecnológicos, económicos y culturales en esta
etapa de modificaciones profundas en La organización de las sociedades. Ya se
ha dicho que ''La humanidad...es el conjunto de los seres que se influyen
recíprocamente en forma incesante y se vinculan con Dios en la búsqueda de la
unidad suprema". La plena vigencia de los derechos humanos será un valor
fundamental tanto en lo interno como en lo internacional, y para su defensa no
se admitirán barreras geográficas o ideológicas de ningún tipo.
En este terreno no hay
injerencias indebidas. Se trata del valor supremo y del patrimonio indivisible
de la humanidad.
b)
Inserción cultural
Por tradición y por
vocación, la Argentina
pertenece a un ámbito específico en el contexto de la cultura mundial. Es aquél
que recibimos, asumimos y enriquecimos por la incorporación de nuestro
continente a la civilización europea. De allí provienen nuestros valores
políticos, pero igualmente comportamientos colectivos, modalidades de vida,
concepciones científicas y estéticas y sus consiguientes prácticas. Ese
incuestionable legado se amalgamó en Latinoamérica, con mayor o menor grado de
intensidad según los casos, con las precedentes culturas autóctonas, que en
nuestra integración nacional y regional no pueden quedar ignoradas. Como en lo
político, la libertad es valor esencial en lo cultural, y en tal sentido la Argentina debe ser una
celosa defensora de las libertades de pensamiento, de religión, de creación y
de investigación, con pleno respeto y tolerancia por los pueblos que provienen
de otras tradiciones. Consideramos que el intercambio fecundo entre todos los
pueblos dará lugar en un futuro no muy lejano a mayores cuotas de integración
en una cultura universal, que los modernos sistemas de comunicación y las
relaciones entre los pueblos tornan inevitable y deseable, sin desmedro de las
entidades locales, nacionales y regionales. La Argentina , por lo tanto,
no debe admitir obstáculos ni restricciones al intercambio cultural entre los
pueblos ni a la libre difusión de las ideas, al margen de los sistemas
políticos y económicos. Debe abrir sus puertas a la producción cultural del
mundo y exigir una análoga posibilidad para sí.
c)
Inserción económica
Proclamará, en cambio,
la injusticia de la existencia de pueblos ricos y pueblos pobres, y de las
prácticas discriminatorias de los países desarrollados, inadmisibles desde el
punto de vista ético e insostenibles para las naciones que profesan la
democracia y la libertad como valores orientadores de su organización interna.
Agotado el modelo de
país agroimportador y superada la etapa de la sustitución de importaciones, la Argentina debe
proponerse un proyecto de desarrollo que le permita escapar tanto de la marginalidad
como del criterio de la complementariedad subordinada. La profunda brecha
tecnológica que la separa de los países más avanzados, y de otros nuevos polos
de desarrollo que están surgiendo en la Cuenca del Pacífico, debe ser superada mediante
una Incorporación racional de modernos sistemas de producción, información y
organización de la economía, en el marco de una integración latinoamericana que
asegure áreas geográficas y poblacionales de magnitud suficiente para ese
desarrollo.
Este proyecto de construcción
de un país moderno y desarrollado, incorporado digna y creativamente al sistema
económico internacional a través de la integración regional, no será obra de un
gobierno ni de un partido, ni podrá ser impuesto desde el Estado. A su
concreción deben concurrir todos los sectores de la sociedad para evitar que
continúe un proceso de deterioro caracterizado por un orden económico
internacional injusto que no es a la larga sostenible.
La necesidad de
modificación no sólo debe ser impulsada por los países relegados, sino que
además debe ser admitida como una necesidad ética, práctica y política por los
países adelantados. No libertades de pensamiento, de religión, de creación y de
investiga queremos ser los nuevos bárbaros en las fronteras de un nuevo imperio
y los imperios deben recordar y meditar sobre cómo han terminado sus relaciones
con los bárbaros. Tenemos la voluntad de participar creadora y activamente en
la construcción de una humanidad mejor, más equitativa y más libre. No
renunciaremos a ese derecho y lo defenderemos para todos los pueblos del mundo.
d)
Inserción estratégico-militar
Tercer Mundo y mucho menos aceptar para sí tal posibilidad. Deberá condenar enérgicamente ese tipo de intervenciones y denunciar con el mismo vigor la situación de naciones y pueblos al borde de la desintegración en virtud de injerencias externas que han exacerbado conflictos locales hasta convertirlos en guerras sin triunfadores posibles. Esta concepción, por otra parte, fundamenta su adhesión a los países No Alineados, cuya independencia de los dos bloques debe ser preservada y respetada integralmente por todos los miembros, sin falsas especulaciones ni dobles juegos. El Movimiento de No Alineados no debe constituir un tercer bloque ni sostener posiciones ideológicas específicas sus objetivos fundamentales deben ser la paz, la justicia, la independencia y la convivencia entre todos los pueblos. Asimismo, debe sostener que la posesión de tremendos arsenales nucleares por parte de las grandes potencias no es una cuestión que concierna solamente a ellas. Un eventual conflicto bélico con el empleo de armas nucleares implicaría la destrucción de la humanidad toda y la humanidad toda debe tener voz y voto en las discusiones para conjurar tan terrible y definitiva amenaza.
2.3.
Cambio en la mentalidad colectiva
El esfuerzo por crear
bases estables para la convivencia democrática en la Argentina debe pasar
necesariamente por una reforma cultural que remueva el cúmulo de deformaciones
asentadas en la mentalidad colectiva del país como herencia de un pasado
signado por la disgregación. El autoritarismo, la intolerancia, la violencia,
el maniqueísmo, la compartimentación de la sociedad, la concepción del orden
como imposición y del conflicto como perturbación antinatural del orden, la
indisponibilidad para el diálogo, la negociación, el acuerdo o el compromiso,
son maneras de ser y de pensar que han echado raíces a lo largo de las
generaciones en nuestra historia. Toda nación es el resultado de un proceso
histórico integrador de grupos inicialmente desarticulados. Detrás de cada unidad
nacional hay un gran proyecto capaz de asociar en la construcción de un futuro
común a fuerzas étnica, religiosa, cultural, lingüística o socialmente
diferenciadas entre sí. Uno de los rasgos distintivos de la Argentina ha sido
nuestro fracaso en delinear con éxito una empresa nacional de esta naturaleza.
Otros países conocieron en el pasado terribles luchas internas, pero supieron
disolver sus antagonismos en unidades nacionales integradas, cuyos componentes
se reconocen como parte del conjunto en un universo de principios, normas,
fines y valores comunes. Esta integración, aunque intentada varias veces, nunca
alcanzó a prosperar en la
Argentina , que mantuvo como una constante a lo largo de todo
su itinerario histórico la división maniquea de su propia sociedad en universos
político-culturales inconexos e inconciliables.
Nuestra historia no es
la de un proceso unificador, sino la de una dicotomía cristalizada que se fue
manteniendo básicamente igual a sí misma bajo sucesivas variaciones de
denominación, consistencia social e ideología. Ahí están, como expresiones de
esta división los enfrentamientos entre unitarios y federales, entre la causa
Yrigoyenista y el régimen, entre el conservadorismo restaurado en 1930 y el
radicalismo proscripto, entre el peronismo y el anti peronismo. Bajo signos
cambiantes, el país permanecía invariablemente dividido en compartimentos
estancos, que en mayor o menor medida se concebían a sí mismos como
encarnaciones del todo nacional, con exclusión de los demás. La Argentina no era una
gran patria común sino una conflictiva yuxtaposición de una patria y una
antipatria; una nación y una anti nación. Como unidad política y territorial,
la nación se asentaba en el precario dominio de un grupo sobre los demás y no
en una deseada articulación de todos en un sistema de convivencia. Con el
desarrollo económico, el país fue creciendo en complejidad, generando en su
sociedad una progresiva diferenciación interna entre grupos políticos,
corporativos y sectoriales, todos los cuales incorporaron aquella vieja
mentalidad. La Argentina
ingresa a la segunda mitad del siglo XX con partidos compartimentados,
organizaciones sindicales compartimentadas, asociaciones empresarias
compartimentadas, fuerzas armadas compartimentadas, unidades culturalmente dispersas
que sólo ocasionalmente se asociaban en parcialidades mayores también
excluyentes entre sí, pero nunca en esquemas de convivencia global. En estos
procesos de asociación, lo que se unía nunca era el país sino un conglomerado
interno que sólo lograba afirmar su propia unidad en la visualización del resto
del país como enemigo. Este esquema tuvo sus inevitables derivaciones en la
mentalidad colectiva de los argentinos. De él emanaron.
- El autoritarismo como
forma natural de relación entre grupos que no concebían otro modo de coexistir
que el de la imposición de unos sobre otros.
- La violencia como
forma natural de interacción entre grupos que no reconocían la existencia de
espacios normativos, axiológicos o de finalidades comunes.
- La intolerancia como
producto de una percepción también compartimentada de los valores.
Cada grupo vivía bajo
una constelación de valores percibida como una exclusividad propia e
irreconocible en los demás.
- La ineptitud para la
negociación, el acuerdo, el compromiso. En una sociedad maniquea, cada grupo
asigna un carácter absoluto a sus propios objetivos y no puede considerar
satisfactorio para sí un destino plasmado en la concesión, la conciliación
negociada de los propios intereses con los de los otros grupos. La Argentina ha sido
siempre un país donde la intransigencia, más allá de la necesaria para
preservar principios, era considerada una virtud; donde la expresión "no
transar" se multiplicó en lemas de los más variados signos y donde
negociar era considerado una traición o una claudicación indecorosa.
- La concepción del
orden como imposición y del conflicto como desorden. En una sociedad
culturalmente desarticulada, que no reconoce la existencia de espacios
normativos comunes entre sus grupos componentes, el orden sólo resulta
concebible como producto de una acción coercitiva-y por lo tanto básicamente
represiva-del grupo dominante. A la luz de esta concepción, las situaciones de
conflicto son vistas como una quiebra antinatural del orden, como algo que debe
ser suprimido.
De más está decir que
todas estas propensiones y actitudes componen cabalmente el cuadro de una
mentalidad colectiva poco receptiva para la democracia. De ahí también que la
precedente debilidad de la democracia en la Argentina , y la
precariedad y la fugacidad de los esfuerzos desplegados hasta ahora por
consolidarla, radicaron menos en sus instituciones que en nuestro modo
subjetivo de asumirlas. Puede decirse que todos los intentos de revivir la
democracia habidos hasta ahora en el último medio siglo han fracasado, en gran
medida, porque se encaraba la tarea simplemente como un modo de manipular
situaciones objetivas, desatendiendo la mentalidad, la interioridad cultural de
la gente. Se daba por sentado que las expectativas naturales de todos o la inmensa
mayoría de los argentinos eran democráticas y que si resultaban frustradas por
el devenir histórico concreto del país, era porque factores invariablemente
exteriores a la mentalidad popular imponían por la fuerza soluciones
antidemocráticas. Luchar por la democracia era siempre luchar contra otros. El
enemigo estaba afuera y nunca dentro de nosotros. En diciembre de 1983 se
inicia por primera vez un esfuerzo de democratización basado en la conciencia
de que la clave de los pasados regímenes autoritarios residía menos en la
fuerza intrínseca de los mismos que en las posibilidades que tenían de
asentarse sobre una cultura política disponible para aceptarlos.
Para nosotros, defender
y consolidar la democracia significa luchar no sólo contra fuerzas antidemocráticas
objetivas, sino también contra las deformaciones culturales generadoras de
aquella difundida disponibilidad subjetiva que les ha servido siempre de base
de sustentación. En esta labor de democratización subjetiva, desempeñan un
papel de enorme importancia los educadores, los periodistas, los dirigentes de
las organizaciones sociales representativas y los responsables de todos los
medios de comunicación masiva.
3. Los
caminos
Proponemos una acción
basada en un trípode fundamental participación, modernización y ética de la
solidaridad.
3.1.
Una democracia participativa
Heredamos un país que
marginó de una vida social plena a los argentinos. Frente a un mundo agresivo
donde reinaban la violencia, la desconfianza, la desunión y la indiferencia,
los argentinos se habían acostumbrado a defenderse buscando refugio en la
privacidad de los ámbitos más cercanos a su vida cotidiana, a su familia, a la
soledad de sus propios esfuerzos, al aquí y ahora más que a un futuro que
visualizaban como incierto. De esta manera se redujo el espacio social en el
cual transcurría la vida, y así se fueron perdiendo formas de unión y
solidaridad tradicionales en nuestro país. Así desapareció la alegría del
contacto humano y de la solidaridad fraterna. Al vaciamiento económico le
siguió el vaciamiento afectivo en una sociedad donde primaba el desamparo. La
democracia comenzó a sentar las bases para revertir esta situación de encierro
en que vivía el conjunto de nuestro pueblo, pero más especialmente los
desposeídos y la juventud.
La libertad, la paz, la
lucha contra la inflación, la legalidad, fueron los presupuestos básicos que
aseguraron a la Argentina
la tranquilidad mínima en esos ámbitos más cercanos a los cuales había sido
reducida su vida. Pero además comenzaron a conformarse las condiciones de
seguridad y normalidad necesarias para que las fronteras de la vida cotidiana
empezaran a extenderse en dirección de la solidaridad y la participación
social. Ahora los argentinos, al par que encuentran su propio lugar, comienzan a
conocer el del otro. Y en este doble movimiento, de encontrar su lugar y
reconocer el lugar del otro, se afirma la esencia de la democracia y se
posibilita la participación.
La participación es un
movimiento destinado a agrandar los espacios de libertad, de bienestar y de
relación humana. No puede ser impuesto desde factores externos a la vida misma
de los que participan, pero necesita del estímulo y del apoyo del conjunto de
las instituciones públicas y privadas. Es un movimiento que provoca cambios en
la mentalidad colectiva y, consecuentemente, en las instituciones. Estos
cambios están dirigidos a promover la integración de los argentinos entre sí,
así como entre éstos y sus organismos representativos y a recuperar la
solidaridad y el sentido de unión nacional.
Es necesario crear las
condiciones para que se afiancen los valores emergentes de la solidaridad y la
tolerancia, recobrando así la confianza en el otro que permitirá desarrollar
este movimiento de participación, de modo que signifique una práctica
democrática cotidiana. Las respuestas de participación deben estar
necesariamente entrelazadas con la vida cotidiana y los intereses más vitales
de cada argentino.
Deben estar orientadas a
sus aspiraciones más importantes y vinculadas con la satisfacción de
necesidades concretas de modo que cada hombre -y particularmente los jóvenes-
se sienta hacedor de su propia vida y constructor de la nueva sociedad. Hay
todavía supervivencia de aquel mundo exterior agresivo que indujo a los
argentinos a enclaustrarse en su ámbito privado y a confiar sólo en lo que les
era cercano.
Pero tenemos que estar
convencidos de que el argentino de hoy quiere trascender ese círculo de lo
inmediato. No se contenta con lo que tiene, quiere progresar, ansía encontrar
caminos de integración social, busca espacios que le permitan ampliar su vida
personal, y está dispuesto a realizar los esfuerzos necesarios para lograrlo.
El concepto de esta democracia participativa que buscamos impulsar representa
una extensión e intensificación del concepto moderno de democracia, y no se
contrapone en modo alguno al de democracia formal. Toda democracia es formal,
en tanto implica normas y reglas para contener, delimitar y organizar la
actividad política y el funcionamiento de las instituciones del Estado y de la
sociedad. Y toda democracia, por definición, implica también la participación
de la ciudadanía en las decisiones políticas. El precepto constitucional según
el cual el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes,
no excluye otros mecanismos de participación. De lo que se trata, entonces, es
de ampliar las estructuras participativas fijadas por la misma Constitución, y
dar canales de expresión adecuados a los partidos políticos, las organizaciones
sociales, los municipios, las instituciones barriales y vecinales. Estamos
convencidos de que cuanto más una persona participa junto a otras en la acción,
con miras a ciertos fines colectivos, tanto más cobra conciencia de esos fines
y se siente entonces más impulsada a trabajar mancomunadamente para
alcanzarlos.
3.2.
Una ética de la solidaridad
Cambiar la mentalidad
arraigada en nuestra sociedad, eliminar sus componentes de autoritarismo, de
intolerancia, de egoísmo, de predisposición a la compartimentación sectorial y
de ineptitud para el diálogo y el compromiso, constituye una empresa cuyo punto
de llegada no puede ser otro que la construcción de una nueva voluntad
colectiva. Desde el momento en que esa empresa se plantea como creación y
desarrollo de una sociedad solidaria, contra los factores de disgregación que
aun perduran entre nosotros, la tarea adquiere una insoslayable y decidida
dimensión ética. Accedemos aquí, entonces, a otro de los pilares del trípode
que define los cimientos de nuestra propuesta una ética de la solidaridad.
Desde ese ángulo ético-que no es aislable de los otros y que los contiene-se
enunciarán algunas de las condiciones y de los objetivos del proyecto de
sociedad hacia el cual apuntamos, esto es, el de una sociedad democrática
participativa, solidaria y eficiente.
Diputado nacional
Desnaturalizada por el utilitarismo clásico, rechazada como mera ideología por
los varios mesianismos decimonónicos, la ética ha corrido el riesgo sea de
convertirse en un mero ejercicio escolástico o antropológico, sea de degradarse
en un simple recetario catequístico de las ''buenas'' y ''malas'' acciones.
Pero desde el momento en
que el pensamiento moderno pone al desnudo tanto los caminos sin salida del
egoísmo utilitarista (y de su metafísica del mercado como modelo ejemplar),
como los atolladeros de una aprehensión determinista natural de la Historia , la sociedad
aparece como lo que realmente es el producto abierto de una sucesión de
proyectos, de decisiones, de opciones. Así, pues, abriendo las puertas de la
elección entre alternativas, el pensamiento y la política modernas retoman las
preguntas medulares de la filosofía política acerca del orden social y su
legitimidad. ¿Por qué es mejor el orden que la anarquía?, y ¿cuál o cuáles,
entre los órdenes políticos, son preferibles? Estas preguntas comportan una
clara dimensión moral frente a la cual toda concepción mecanicista de lo social
no es más que una coartada. En muchos aspectos, la sociedad argentina ha sido y
hasta cierto punto continúa siendo una sociedad fuertemente influida por el
egoísmo de sus clases dirigentes; incluso un cierto pensamiento individualista
cree aún que la armonía social es posible fomentando ese egoísmo. Ese egoísmo
ha debilitado la solidaridad social, generando situaciones de desamparo y miedo
que nos han hecho particularmente permeables a las pseudosoluciones mesiánicas
-populistas y otras-, en las que el individuo aislado busca una instancia en la
cual reconocerse y bajo la cual protegerse. El egoísmo ha sido así caldo de
cultivo tanto del autoritarismo pseudoliberal como del mesianismo populista.
Contra esos callejones
sin salida se impone afirmar una ética de la solidaridad, que procure poner de
relieve la armonía de la creación desvirtuada tantas veces por el egoísmo. En
tal sentido-y esto es fundamental-una ética de la solidaridad implica que la
sociedad sea mirada desde el punto de vista de quien está en desventaja en la
distribución de talentos y riquezas. Pero si no queremos incurrir en vacuidad,
debemos definir los ejes fundamentales de esa ética. Dicho en términos claros
en los marcos de un proyecto de modernización, la forma que ha de asumir una
ética de la solidaridad consistirá en resolver equitativamente las formas de
relación entre los distintos sectores en su interacción social. En una sociedad
con creciente complejidad, donde chocan múltiples intereses y en la que han
caducado los mecanismos corporativos de relación social, es preciso imaginar y
construir un sistema de equidad social en la organización democrática de la
sociedad y de igualdad en la búsqueda de la realización personal.
Es aquí donde hay que
acudir a la idea del pacto democrático, esto es, de un acuerdo que, al tiempo
que salvaguarde la autonomía de los sujetos sociales, defina un marco
compartido en el interior del cual los conflictos puedan procesarse y
resolverse y las diferencias coexistan en un plano de tolerancia mutua. La
concepción del pacto democrático aparece hoy como la mejor alternativa para
permitir la coexistencia entre una pluralidad de actores con intereses
diferentes y un orden que regule los enfrentamientos y haga posible
comportamientos cooperativos. Pero, ¿cómo presentar una versión válida del
pacto democrático efectivamente conciliable con una ética de la solidaridad?
Para ceñir este problema basta con evocar la persistente tensión planteada, en
la tradición del pensamiento y la práctica políticas, entre libertad e
igualdad.
Como se sabe, esta
tensión entre libertad e igualdad está en el centro de las discusiones y de las
concepciones políticas contemporáneas piénsese en la tradición liberal, en el
pensamiento social de la
Iglesia , en los movimientos obreros y socialistas. Al
respecto, pensamos que para comenzar a superar esa tensión es necesario
enriquecer y, por lo tanto, redefinir la noción tradicional de ciudadano -o de
ciudadanía-, reconociendo que ella abarca, además de la igualdad
jurídico-política formal, otros muchos aspectos, conectados con el ser y el
tener de los hombres, es decir, con la repartición natural de las capacidades y
con la repartición social de los recursos. Es claro hay una distribución
natural desigual. Hay, asimismo, una distribución social e histórica desigual
de riquezas, status y réditos.
Esas desigualdades
acarrean consecuencias que son incoherentes o contradictorias con el hecho de
reconocer a cada ciudadano como miembro con igual dignidad en el seno de la
cooperación social. Este reconocimiento amplía el significado de los derechos
humanos, que no sólo son violados por las interferencias activas contra la
vida, la libertad y los bienes de las personas sino también por la omisión al
no ofrecer las oportunidades y recursos necesarios para alcanzar una vida
digna. Un pacto democrático basado en esa ética de la solidaridad supone la
decidida voluntad de que esté sustentado en condiciones que aseguren la mayor
justicia social posible y, consecuentemente, reconoce la necesidad de apoyo a
los más desfavorecidos.
La modernización que se
propugna ha de estar en concordancia con las premisas y condiciones del
proyecto de sociedad aquí propuesto. No se trata de modernizar con arreglo a un
criterio exclusivo de eficientismo técnico-aun considerando la dimensión
tecnológica de la modernización como fundamental-; se trata de poner en marcha
un proceso modernizador tal que tienda progresivamente a incrementar el
bienestar general, de modo que la sociedad en su conjunto pueda beneficiarse de
sus frutos. Una modernización que se piense y se practique pura y
exclusivamente como un modo de reducir costos, de preservar competitividad y de
acrecentar ganancias es una modernización estrecha en su concepción y, además,
socialmente injusta, puesto que deja por completo de lado las consecuencias que
los cambios introducidos por ella acarrearán respecto del bienestar de quienes
trabajan y de la sociedad en su conjunto. Aquí se propone una concepción más
rica, integral y racional de la modernización que, sin sacrificar los
necesarios criterios de la eficiencia. los inserte en el cuadro más amplio de
la realidad social global. De las necesidades de los trabajadores, de las
demandas de los consumidores e incluso de las exigencias de la actividad
económica general del país. Sin duda, esta concepción integral de la
modernización, que sólo es pensable en un marco de democracia y de equidad
social, planteará dificultades y problemas en ocasión de su implementación
efectiva. Se sabe que no siempre es fácil conciliar armoniosamente eficiencia
con justicia. No obstante, desde la óptica de una ética como la que aquí se
promueve, se ha de mantener que tal es la concepción más válida de la
modernización, ya que sólo hay modernización cabal donde hay verdadera
democracia y, por lo tanto, donde hay solidaridad.
En rigor, el
razonamiento implica postular la propuesta de un proyecto de democracia -como
tal opuesto a otros proyectos- y de ninguna manera afirma que democracia y
modernización estén por fuerza vinculadas históricamente. El "trípode'' es
un programa, una propuesta para la colectividad, no una ley de la Historia. Sólo
podrá realizarse si se pone a su servicio una poderosa voluntad colectiva. En
política, los términos no son neutrales ni unívocos deben ser definidos.
Ya lo hicimos al
precisar nuestra concepción de democracia. También son varios los significados
de modernización. Nosotros la concebimos taxativamente articulada con la
democracia participativa y con la ética de la solidaridad. Toda modernización
es un proceso socialmente orientado, surge de una matriz cultural, responde a
determinados valores-lo cual significa que rechaza a otros-y se vincula con determinados
intereses. En ese sentido, es históricamente cierto que democracia y
modernización no han marchado siempre juntas y que antes y ahora se han
planteado proyectos de modernización económica que no se compadecen con una
sociedad democrática. Bajo el capitalismo y bajo el socialismo se han dado
procesos de modernización autoritaria; los ejemplos son múltiples y en general
se vinculan con ideologías extremadamente liberales que confían en el egoísmo
del mercado o con ideologías extremadamente estatistas que confían en la
planificación centralizada y compulsiva. Frente a una modernización que se basa
en el refuerzo de los poderes privados, y otra que se basa en el refuerzo de
los poderes del Estado. la modernización en democracia y en solidaridad supone
reforzar los poderes de la sociedad, autónomamente constituidos.
¿Cuál es el marco de
referencia en el que se encuentra colocada de manera predominante en el mundo
contemporáneo la discusión sobre la modernización?
Parece evidente que el
énfasis está colocado en los aspectos económicos y tecnológicos. Es natural que
así sea, porque tras un período de crisis de las ideologías, de
desideologización de los hábitos políticos, se acumulan los resultados de una
revolución tecnológica de una magnitud tal-sólo comparable al producido hace
dos siglos por la revolución industrial-que, además de su efectividad real como
instrumento de cambio de la vida cotidiana, ha adquirido el carácter de un mito
colectivo potencialmente peligroso, en tanto se constituya al margen de la
democracia y de la ética de la solidaridad. El pensamiento tradicionalista,
presentado como mera inversión del anterior, ofrece una respuesta simple el
rechazo del progreso que la innovación tecnológica promueve y el refugio en un
mundo nostálgico. Pero ni las afirmaciones simples ni las respuestas simples
sirven históricamente; se hace necesario aceptar el desafío de la modernización
y a la vez despojarlo de sus peligros autoritarios y de su amoralidad
tecnocrática. Por razones particulares, que trataremos de despejar ahora, ese
problema es crucial en nuestro presente.
3.3.
Modernización
El tema de la
modernización no es nuevo en la historia social argentina. En rigor, el primer
momento clásico de los procesos de modernización-el pasaje de una sociedad
tradicional a otra de masas-ya ha sido cubierto entre nosotros hace décadas.
Esta modernización ha agotado su capacidad expansiva sin que haya sido
reemplazada por otra propuesta de desarrollo. La crisis de las primeras formas
de modernización es simultánea con otro proceso nuestra decadencia coincide con
una verdadera mutación que se está operando en los países centrales. Esta
asincronía entre nuestra crisis y los rápidos procesos de cambio tecnológico
que se están dando en el mundo acentúa el dramatismo del caso argentino y la
necesidad de definir urgentemente el paso hacia una nueva modernización.
¿Cuáles deberían ser sus características? Hay, en primer lugar, una dimensión
económica y tecnológica.
No hay política de
modernización que pueda dejar de lado esa dimensión y, en tal sentido, debe
constituir un eje definitorio de propuestas para el futuro. Frente a una
frontera científica y tecnológica que en los países centrales se expande a la
vez en tantas direcciones y con tal velocidad, está claro que la Argentina no puede
quedar como espectadora de avances ajenos y como consumidora pasiva de sus
logros. Es necesario superar desgastantes antinomias planteadas entre ciencia
básica, ciencia aplicada y desarrollo tecnológico. Sin ciencia no habrá más que
tecnología escasa o exógena, cuya evolución será frágil y temporaria; sin
tecnología, los beneficios producidos por la ciencia para el país carecerán de
efecto multiplicador y quedarán limitados a ámbitos cerrados. El papel de la
universidad, crucial para el desarrollo de la investigación científica. Solo
podrá concretarse acabadamente en el contexto de una modernización global de la
sociedad y su aparato productivo. para que sus egresados sean el puente
efectivo entre los conocimientos logrados y su aprovechamiento concreto. Ello
implica tanto la adecuación de programas de estudio y criterios pedagógicos a
los avances de la ciencia y la tecnología contemporáneas, como la creación de
los cauces indispensables en las actividades económicas a fin de no dilapidar esfuerzos.
No habrá producción moderna sin el aporte de la ciencia ni habrá investigación
realmente útil para el país sin centros de actividad, públicos y privados, que
estén en condiciones de aplicar sus resultados. La ciencia y la investigación
también deberán estudiar y prever los efectos que tendrá sobre la sociedad la
incorporación de las nuevas tecnologías, a fin de aportar los elementos
necesarios para potenciar las consecuencias positivas y neutralizar las
negativas.
La política de fondo
para la ciencia debe asegurar el crecimiento y la vitalidad de la base
científica del país en el largo plazo; la política tecnológica por su parte
debe asegurar una capacidad de decisión autónoma para encarar opciones de
distintos grados de complejidad y la capacidad de generar y transferir
tecnologías adaptadas a las necesidades e intereses nacionales. Es necesario
promover la consolidación de una tradición de desarrollo tecnológico en las
unidades productivas, tanto las estatales como las privadas. Frente a la tradicional
política de comprar la tecnología -muchas veces sin tener parámetros para
evaluar qué se está comprando-, es necesario impulsar acciones de adaptación,
de mejora, de perfeccionamiento y de innovaciones, tanto menores como de gran
alcance.
Es ya un lugar común
decir que se debe poner el énfasis en asimilar y desarrollar autónomamente las
tecnologías de punta la informática, la electrónica y sus aplicaciones, la
biotecnología, la petroquímica y el desarrollo de nuevos materiales.
Y ya se ha señalado que
autonomía no es autarquía hay suficiente experiencia internacional para
abandonar la idea de un país absolutamente aislado y autosuficiente.
Recalcamos que es
esencial no perder de vista esa frontera científico-técnica que se expande y
trabajar para llegar a ocupar posiciones en su línea de avance las que mejor
convengan a nuestro proyecto de modernización estructural. Pero al establecer
nuestras prioridades no podemos dejar de señalar que, en una primera etapa
nuestro bienestar e independencia se seguirán basando en el uso racional e
inteligente de recursos tradicionales como la agricultura, la pesca, la minería
y las industrias ya establecidas metalúrgica y bienes de capital, alimentos,
química, etcétera. Mucho se puede avanzar en la necesaria modernización de
estos sectores mediante el aporte del sistema científico-técnico con que cuenta
nuestro país.
Asimismo se debe
procurar que esa carga no recaiga de un modo unilateral en el Estado, sino que
llegue a ser también parte de la actividad normal de las empresas privadas, tal
como ocurre en otras partes del mundo.
Pero con esto no se
agota el debate sobre la modernización, salvo que, como hemos señalado,
caigamos en el mito tecnológico. Las relaciones que deben establecerse entre
modernización y justicia social y entre modernización y democracia pasan a ser
cruciales para deslindar este proyecto de los de la izquierda anacrónica, del
populismo y del liberalismo económico. Las crisis de los primeros ciclos de
modernización han dejado al desnudo entre nosotros las falencias con las que
ellos se estructuraron en el momento de su expansión. La Argentina creció por
agregación y no por síntesis. La modernización y la industrialización fueron
así suturando procesos de cambio a medias, incompletos, en los que cada transformación
arrastraba una continuidad con lo viejo, sobre agregándose a él. De hecho, la
sociedad se fue transformando en una suma de agregados sociales que acumulaban
demandas sobre el Estado y se organizaban facciosamente para defender sus
intereses particulares. El resultado de esa corporativización creciente fue una
sociedad bloqueada y un Estado sobrecargado de presiones particularistas que se
expresaba en un reglamentarismo jurídico cada vez más copioso y paralizante, al
par que sancionaba sucesivos regímenes de privilegio para distintos grupos. Los
costos de funcionamiento de una trama social así organizada sólo podían ser
financiados por la inflación que, como veremos, se transformó entre nosotros en
la forma perversa de resolución de los conflictos. En las condiciones y bajo
las necesidades de hoy, encarar una nueva modernización como salida de una
prolongada crisis de la anterior, implica crear, en lugar de esa sociedad
bloqueada con la que culminó el ciclo precedente, una sociedad flexible. ¿Qué
entendemos por flexibilidad de una sociedad? Obviamente, no se trata de
propugnar la disolución de todos los elementos de orden y disciplina social,
consensualmente aceptados. La flexibilidad no es la anomia ni el rechazo de los
valores que constituyen la estructura de toda convivencia civilizada. Pero si
el respeto a las normas es indispensable para sostener la vida en común, un
exceso de rigidez en las mismas puede acarrear la presencia de frenos para la
innovación. Las sociedades tratan de buscar el equilibrio entre la continuidad
y el cambio. Tal como lo postulamos, la flexibilidad significa posibilidad de
apertura a nuevas fronteras. Implica, además, consolidar en todas las
dimensiones el rasgo más elocuente de la modernización, que es la capacidad de elección
de los hombres frente a la obediencia ciega ante la proscripción. Dadas las
características con las que se dio nuestro crecimiento, tenemos a nuestras
espaldas bastiones de derechos adquiridos, nichos de privilegios que se fueron
sobre agregando a nuestra legislación, haciendo que nuestro estado social no
fuera el producto de una universalización de derechos sino la sumatoria de
derechos particulares que generaban una ineficiencia generalizada.
La manera en que se ha
organizado entre nosotros la previsión social y el derecho a la salud-dos
conquistas fundamentales de la sociedad contemporánea-es un ejemplo palmario de
esta dilapidación de recursos humanos y materiales. En el caso de nuestra
economía, esta rigidez es también un elocuente testimonio de nuestros fracasos.
¿Cuántos recursos se despilfarran por carencia de una mayor flexibilización de
las normas de trabajo, de producción y de gestión?
Y esta rigidez paralizante abarca tanto al sector público como al privado. Porque la sociedad es una y sus vicios de crecimiento han empapado a todos los sectores. Al plantear esta exigencia de flexibilidad en todos los órdenes como una característica central de la modernización enla Argentina , buscamos,
además, desplazar la discusión de los ejes en los que habitualmente se la
coloca. Nos referimos a una homologación simplista entre modernización y cambio
tecnológico. La incorporación de tecnologías de punta no tiene efectos mágicos,
no moderniza automáticamente a una sociedad y, menos aun, garantiza que la modernización
sea compatible con la participación y con la solidaridad. Transformar en
eficiente una sociedad quiere decir sobre todo y antes que nada, mejorar la
calidad de la vida de los hombres. En ese sentido el proceso procura modernizar
no sólo la economía, sino también las relaciones sociales y la gestión del
Estado, dotando a los ciudadanos de cuotas crecientes de responsabilidad, a fin
de asociarlos a una empresa común. La modernización no es tema exclusivo de las
empresas es toda la sociedad la que debe emprender esa tarea y con ella la
nación, redefiniendo su lugar en el mundo.
Y esta rigidez paralizante abarca tanto al sector público como al privado. Porque la sociedad es una y sus vicios de crecimiento han empapado a todos los sectores. Al plantear esta exigencia de flexibilidad en todos los órdenes como una característica central de la modernización en
Modernizar es, también,
encontrar un estilo de gobierno que mejore la gestión del Estado y que plantee
sobre otras bases la relación entre éste y los ciudadanos. El debate acerca del
papel del Estado y de las relaciones entre éste y la sociedad-que comienza por
distinguir una dimensión de lo público como diferente de lo privado y de lo
estatal-deberá ser tomado por la comunidad como uno de los temas claves del
momento. Como tal, debería ser considerado con mayor serenidad que la
acostumbrada hasta ahora, cuando el campo parece sólo ocupado por los
privatistas y por los estatistas a ultranza. Consideramos esencial revertir el
proceso de centralización que se ha venido produciendo desde hace décadas en la
administración del Estado, no sólo para alcanzar un objetivo de mayor
eficiencia, sino también-y fundamentalmente-para asegurar a la población
posibilidades más amplias de participación. Existe una relación inversamente
proporcional entre centralización y participación. Una gestión estatal muy
concentrada implica confiar el manejo de la cosa pública a un núcleo
burocratizado de la población, que desarrolla como tal conductas sujetas en
mayor medida a sus propios intereses corporativos que al interés general.
Descentralizar el funcionamiento del Estado significa al mismo tiempo abrirlo a
formas de participación que serán tanto más consistentes cuanto mayor sea su
grado de desconcentración.
Descentralizar es un
movimiento no sólo centrífugo sino también descendente, que baja la
administración estatal a niveles que pueden reservar a las organizaciones
sociales intermedias un papel impensable en un sistema de alta concentración.
Esto permite que los ciudadanos participen de decisiones que los afectan en
instituciones inmediatas a su propia esfera de acción. En la medida en que esas
instituciones tengan poder efectivo, esta participación no será un mero
ejercicio cívico sino que tendrá efectos trascendentes para la vida de los
individuos, que asumirán con más profundidad su papel de actores y-por lo
tanto-de custodios del sistema democrático. Si al modernizar queremos mantener
vigentes la solidaridad y la participación, hace falta convocar a toda la
sociedad, a los ciudadanos y a sus organizaciones, para abrir una discusión
franca y constructiva que permita superar los bloqueos que nos llevaron a la
decadencia. La desburocratización, que busca liberar fuerzas contenidas por una
cultura corporativa, no implica necesariamente privatización en el sentido
vulgar de los reclamos de los ultraliberales.
Si rechazamos al
estatismo agobiante que frena la iniciativa y la capacidad de innovación, no
ignoramos que la rigidez y la defensa de bastiones privilegiados no ha sido
sólo patrimonio del Estado sino también de la empresa privada. Se trata de un
problema de toda la sociedad argentina y no meramente de una parte de esa
sociedad. Como es el Estado.
4. Las
dificultades
4.1. La
violencia en nuestra cultura política
Tras un largo periodo de
desquiciamiento institucional, la sociedad argentina ha logrado crear las
condiciones necesarias para poner en marcha formas de organización política
basadas en la juridicidad. Desde 1930 en adelante el sistema político se
constituyó progresivamente alrededor de la violencia y de la ajuridicidad.
Primero fue la violencia
del golpe militar que interrumpió un doloroso y largo proceso de construcción
democrática en el cual se habían comprometido las élites más lúcidas del país y
al que habían aportado su voluntad las grandes masas populares. Luego, en los
aciagos arios treinta, fue la violencia del fraude, que desnaturalizó la
elección por los ciudadanos de sus representantes, ese acto trascendental de la
democracia. Más tarde, recuperada la posibilidad del voto popular y ampliado el
cauce participativo por la incorporación de las grandes masas a la vida
política, la violencia sin embargo, no desapareció de su seno y llegó a asumir
la forma de un partido hegemónico que dificultaba la competencia por el poder.
Por fin, superada esa experiencia, la violencia política se expresó en la
recurrencia de las intervenciones militares, que derrocaron en las últimas tres
décadas a todos los gobiernos surgidos de comicios.
En el periodo que nace a
principios de los años setenta, esta ajuridicidad, que había marcado la vida de
varias generaciones de argentinos, ocupó la totalidad del espacio institucional
y se derramó hacia la sociedad entera vivimos entonces-y recién estamos
saliendo de ello-el horror de una comunidad nacional que pareció perder los
hábitos de la convivencia civilizada, sometida al pánico engendrado por los
violentos de todo signo. En octubre de 1983, esta sociedad, aún aturdida por el
dolor, votó masivamente por la vida contra la muerte y reafirmó, el 3 de
noviembre de 1985, la voluntad de no dejarse arrebatar La esperanza de una
existencia en paz.
Somos conscientes de que
estamos poniendo los cimientos para una reconstrucción del orden civilizado en la Argentina.
Sabemos, también, que la
tarea no es ni será sencilla, porque los hábitos perversos no se derrotan
fácilmente y porque quedan aún nostálgicos del terror que harán lo posible por
revivir los tiempos oscuros que les sirvieron para medrar. Contra todos los
obstáculos, la tarea fundacional de la democracia -que no es de un gobierno ni
de un partido sino que es responsabilidad de todo el pueblo-habrá de persistir
tenazmente, hasta borrar para siempre los componentes autoritarios que durante
más de cincuenta arios enfermaron a nuestra sociedad y envilecieron a sus instituciones.
Vamos-duramente, pero con la confianza de quienes están construyendo sólidas
bases-hacia una experiencia democrática continua y afianzada. La ajuridicidad
montada sobre la violencia destruye las instituciones.
Todas las instituciones
en primer lugar las políticas, pero también las económicas, las sociales, las
culturales. Al transformarse en una estructura permanente, en el aparente
horizonte al que todos deben mirar, penetra hondamente en la vida cotidiana,
empapa los comportamientos, transforma a la inseguridad en costumbre y al
egoísmo en rutina. Cuando se incita a una comunidad a vivir en los marcos del
" sálvese quien pueda", se está destruyendo la dimensión ética de la
vida.
4.2. La
inflación como expresión de una sociedad facciosa
Una de las expresiones
más claras de la inmoralidad argentina de las últimas décadas fue la adopción
de políticas que fomentaron o toleraron la persistente presencia del flagelo
inflacionario. Al encarar frontalmente su erradicación tuvimos clara conciencia
de que las medidas adoptadas eran algo más que los elementos de una reforma
económica ellas implicaban poner las bases para una reforma política y, más
profundamente aun, para una reforma de nuestras costumbres, para una
reformulación de nuestra moral colectiva. La inflación es la otra cara de la
violencia y de la armonía; el reverso de una misma medalla, la de la decadencia
social. La sociedad argentina fue llevada a adquirir los rasgos de una sociedad
facciosa; la depreciación de la moneda implicaba simultáneamente la
depreciación de todos los valores de la solidaridad colectiva. Los necesarios
conflictos que recorren la trama de toda sociedad moderna se resolvían de
manera a la vez ilusoria y perversa, mediante los mecanismos de alivio
transitorio y sólo nominal que la creación ficticia de papel moneda procuraba.
Los comportamientos defensivos y las actitudes corporativas, especulativas,
facciosas, de los grupos sociales encontraban su realimento en la cultura de la
inflación.
Ningún compromiso
colectivo se hace posible en esas condiciones de exacerbación del egoísmo. Y la
democracia es, por definición, un compromiso de voluntades racionales que
eligen decidir sobre su destino.
En oportunidad de
ponerse en marcha la reforma económica señalamos que ''si el problema económico
no es resuelto, la vida política de la nación correrá serios riesgos''. Es que
corroída en sus bases éticas, la vida política bajo la cultura de la inflación
abre las puertas a la indiferencia ciudadana o a las falsas soluciones
mesiánicas.
4.3.
Crisis y cambio
Sabemos que estamos
viviendo una etapa de transición. Por voluntad de la mayoría, un ciclo ha
terminado. Un ciclo largo que hemos definido reiteradamente como de decadencia
económica, institucional y moral. Lo que nace y lo que muere se entrecruzan; el
cambio coincide con la crisis de la que intentamos salir, seguramente la más
grave y profunda de este siglo, y lo que buscamos implantar es la democracia
como forma de gobierno pero también como forma de vida, como sistema político,
como estilo de convivencia entre los hombres. No habremos triunfado hasta que
estas dos dimensiones se hayan hecho una, hasta que las rutinas del
autoritarismo que marcaron nuestras vidas sean transformadas por las rutinas de
la democracia. En una palabra hasta que ésta no descanse solamente en las
formas institucionales sino que penetre en la íntima conciencia de cada
argentino. En este sentido, la crisis no es sólo un obstáculo la comprobación
de la enfermedad en un cuerpo sano (un bloqueo económico y social para una
empresa de modernización). En su remoto origen lingüístico, crisis significa
también discriminar y decidir.
Debemos rescatar el
momento productivo de la crisis como estímulo para la capacidad de elegir entre
alternativas. Más aun las crisis estallan precisamente porque los hombres y los
pueblos son capaces de erigir proyectos alternativos a las situaciones de
injusticia y de decadencia. Ellas no son un fenómeno de la naturaleza sino una
producción de la historia. Las crisis llevan en sí la potencialidad del cambio.
Marcan los momentos de emergencia de nuevas demandas, de nuevos proyectos de
vida, de nuevos actores sociales y de recuperación de la iniciativa y de la
capacidad de invención colectiva. Es la elección por la alternativa de la
democracia lo que provocó la crisis del autoritarismo. Pero-según hemos
dicho-la democracia remite a dos niveles. Es por un lado un procedimiento
ciudadano sobre el que se basa un orden político. Y es, por el otro, un
espacio-el único legítimo para adoptar proyectos de transformación social.
Ambas dimensiones, aunque no estén históricamente fusionadas, deben llegar a
complementarse. Si la democracia no es capaz de amparar procesos
transformadores-procesos que en la
Argentina de hoy se resumen en el imperativo de modernizar al
país sin abdicar de una ética de la solidaridad-fracasará también,
inevitablemente, como procedimiento, como régimen político.
5. La
estrategia
Hemos descripto nuestras
dificultades. Para superarlas, resulta imprescindible elaborar una voluntad democrática
moderna, que esté a la altura de la necesidad de transformación, formal y
sustantiva, que reclaman los tiempos. Por cierto que no partimos de cero. Si
bien es verdad que los grandes sistemas ideológicos están en crisis, es verdad
también que esa crisis libera elementos parciales que aceptan una recomposición
en un nuevo consenso integrador.
Pensamos en una síntesis
que recupere lo mejor de las grandes tradiciones políticas argentinas y que, al
hacerlo, sea capaz de constituir una nueva voluntad colectiva que sea algo más
que una suma de programas parciales. Esta voluntad democrática colectiva no
implica uniformidad significa un piso común de creencias capaces de contener
dentro de sí al pluralismo y a la diversidad. Al transformar diferentes problemas
planteados por variadas ideologías en temas comunes, una nueva voluntad
democrática se consolida porque es capaz de penetrar, como un lenguaje
compartido, en la mayoría de las propuestas políticas y sociales, respetando su
particularidad. En esta etapa de transición, en este momento fundacional,
parece no sólo legítimo sino también indispensable recuperar y resignificar
esos valores heredados. Pero es también cierto, sin embargo, que un consenso
democrático moderno no puede contentarse con rearticular contenidos
provenientes de concepciones anteriores. Debe también incorporar otros,
surgidos más recientemente, productos de nuestra contemporaneidad. Las
sociedades modernas asisten a procesos de creciente diferenciación y
complejidad sociales. Emergen nuevos sujetos, portadores de nuevas demandas, de
nuevos temas de convocatoria. Ellos también deberán tener su lugar en el
emprendimiento común.
5.1.
Convocatoria a la convergencia
Desde hace dos años la Argentina transita
decididamente los caminos de la democracia. Ha costado acceder a ella, como lo
muestran los padecimientos y obstáculos que hemos debido atravesar para
alcanzarla, y costará sin duda afianzarla definitivamente, ya que la hemos
conquistado en medio de terribles limitaciones y problemas de orden económico,
social y político.
Algunos de ellos
heredados de nuestra historia reciente, otros provenientes del proceso global
de crisis y de transformaciones profundas que vive el mundo en la hora actual.
La democracia argentina
no es débil, en la medida en que cuenta con medios y voluntades para
sostenerse. Pero tampoco es aún una democracia consolidada, puesto que no se ha
logrado todavía que la adhesión espontánea del ciudadano argentino a su
Vigencia se traduzca en la interiorización de hábitos de convivencia política
que hagan literalmente inconcebible cualquier sueño de involución autoritaria.
He aquí una tarea que debe ser asumida y para la cual son necesarias
iniciativas específicas. Dicho esto, sin embargo, es preciso tener en cuenta
que la consolidación de la democracia sólo define el marco para encuadrar un
conjunto determinado de objetivos. Esos objetivos han sido motivo de esta
exposición y se resumen en el logro de una sociedad moderna, participativa y
solidaria. También en este caso, determinadas iniciativas deben ser puestas en
marcha. La historia argentina en casi todo lo que va del siglo XX es la de un
país cuyas relaciones sociales no han estado sujetas a un pacto de convivencia.
Las múltiples luchas que precedieron el acceso al gobierno del radicalismo, la
violenta restauración conservadora del '30, auspiciada por previos conflictos y
perturbaciones del orden social, la irrupción del peronismo como fórmula
frontalmente opuesta a las expresiones políticas preexistentes y la posterior
revancha antiperonista, constituyeron sucesivas manifestaciones de una misma
indisponibilidad para convivir en un marco global mente compartido de normas,
valores e instituciones.
Sobre ese trasfondo
histórico, sólo hubo lugar -salvo breves excepciones- para una ficción de
democracia o bien, como ocurrió las más de las veces, para la instauración
abierta del autoritarismo. En este sentido, cabria decir que la democracia no
debe ser restaurada sino construida en nuestro país. Ahora bien, cuando
hablamos de construcción de la democracia no nos estamos refiriendo a una
simple abstracción; nos estamos refiriendo a la fundación de un sistema
político que será estable en la medida en que se traduzca en la adopción de
rutinas democráticas asumidas y practicadas por el conjunto de la ciudadanía.
Las normas constitutivas de la democracia presuponen y promueven el pluralismo
y, por lo tanto, la pacífica controversia de propuestas y proyectos acerca del
país que anhelamos. Los objetivos antes enunciados, cuya síntesis cabe en la
fórmula de una sociedad moderna, participativa y éticamente solidaria,
constituye, en ese sentido, uno de tales proyectos. Tenemos, sin embargo, la
convicción de que no se trata de un proyecto más; de que, sin perjuicio de ser
discutido, corregido, perfeccionado, posee una capacidad convocante que excede,
por sus virtualidades propias, los puntos de vista particulares de un sector,
de una corporación e incluso de una agrupación partidaria. Sin duda, esa
capacidad ha de ponerse a prueba. Tal es, al fin y al cabo, el principal motivo
de esta convocatoria. De ser escuchada, habrá de afirmarse bajo la forma de
convergencia de fuerzas políticas y de concertación entre las organizaciones
sociales. En sus términos más sustantivos, la convocatoria implica una propuesta
de reformas específicas a nivel económico, político, social, cultural e
institucional, que deberán, como es natural, ser precisadas y desarrolladas
oportunamente con el concurso de cuan tos quieran sumarse al proyecto.
Al partido político más
viejo de la Argentina
la historia le abre hoy la posibilidad de ser la fuerza aglutinante para la
construcción del país nuevo, del país moderno. La U.C .R. está llamada a ser el
partido de la convocatoria para el futuro y esto no es fruto de una casualidad.
Su primera gran función histórica fue la de instaurar la democracia concreta en
los marcos que las fuerzas organizadoras del país habían delineado a partir de
mediados de siglo pasado, pero que se habían limitado en la práctica a un
restringido sector social. El radicalismo completó la primera modernización del
país con la incorporación de la ciudadanía a la vida política. Su convocatoria
no se redujo, sin embargo, a la mera aplicación de las reglas constitucionales
en plenitud y a la vigencia del sufragio universal y secreto. Una concepción
ética de la política y un profundo sentido de la justicia social se sumaron a
la propuesta democrática, en términos no excluyentes de ningún sector y
aparentemente desligados de las grandes líneas ideológicas que desde hacía dos
siglos canalizaban las inquietudes sociales y políticas de los países de
Occidente.
Por cierto que el
radicalismo era una fuerza renovadora y opuesta al conservadorismo, pero no se
definió como liberal o socialista, ni tendió a reflejar algunos de los matices
intermedios de estas dos opuestas posiciones. Fue en su modo de actuar un
partido de síntesis, un partido donde las reivindicaciones y principios de la
libertad, el progreso y la solidaridad social encontraron un cauce abierto. Por
ello recibió frecuentes criticas de los partidos dogmáticos y se le imputó no
pocas veces vaguedad ideológica y falta de rigor teórico. La ironía de la
historia ha permitido que esa supuesta ambigüedad sea hoy una de sus mayores
riquezas, pues si algo caracterizó al radicalismo en su casi un siglo de
existencia es el sentido ético de la política y su adscripción a ultranza al
sistema democrático. Estos dos valores constituyen el punto de arranque de
quienes intentan en el mundo contemporáneo, desde la perspectiva de las grandes
corrientes políticas históricas, superar las dicotomías que tuvieron sentido o
funcionalidad en el pasado pero que ya no se corresponden con los profundos
cambios sociales y económicos de la segunda revolución industrial.
Valores que eran
defendidos por liberales o socialistas, y las diversas posiciones intermedias,
sin excluir al conservadorismo lúcido y al social cristianismo, quedaron
incorporados a la cultura, a la práctica política y a las instituciones de la
mayor parte de Occidente. Las involuciones totalitarias fueron superadas en esa
área del mundo luego de la
Segunda Guerra Mundial, en un proceso que arrancó de la
derrota del nazi fascismo y que culminó con el derrumbe de los regímenes
autoritarios en España y Portugal y el fracaso de la aventura de los coroneles
griegos . En América Latina, cuyas naciones surgieron a la vida independiente
bajo la inspiración de las ideas democráticas y progresistas, la amenaza
autoritaria continúa aún presente, pero en los últimos años se está
desarrollando un proceso generalizado de democratización. Nuestros pueblos son
conscientes, cada vez más, de que ni el desarrollo económico ni la democracia
pueden ser el privilegio de algunos pocos pueblos elegidos. El radicalismo
argentino debe provocar la síntesis, suscitar la modernidad, abrir el futuro.
Los valores y las metodologías políticas rescatables y todavía vigentes del
pasado, tanto internacional como nacional, deben encontrar en nuestro partido
una síntesis armoniosa y superadora, en consonancia con las nuevas exigencias y
los nuevos problemas que se plantea la humanidad. El radicalismo argentino debe
sumarse con su aporte a esa búsqueda colectiva de la humanidad para delinear
los marcos éticos políticos y organizativos de su futuro.
Debe quedar bien en
claro que el rechazo del dogmatismo y de las concepciones mecanicistas y
deterministas decimonónicas no abre paso a la vaguedad sino a la concreción, a
la racionalidad y a la experimentación consciente de nuevas fórmulas de
convivencia entre los hombres. En virtud de su tradicional rechazo de las
concepciones dogmáticas y sectarias, el radicalismo está en condiciones óptimas
para convertirse en el instrumento político y social capaz de asumir y encarnar
con flexibilidad las exigencias de la sociedad en transformación, de la
sociedad que marcha hacia una nueva etapa productiva y organizativa. Esta
flexibilidad no se contrapone al rigor, sino que lo exige, pero es el rigor de
los principios de la investigación, de la búsqueda racionalmente orientada, del
estudio abierto y valiente. Pero, además, debemos facilitar el surgimiento de
las nuevas ideas, de los nuevos estilos y de las nuevas propuestas que la
sociedad argentina necesita para orientar su marcha al futuro, a fin de que se
incorporen a la empresa común todos aquellos argentinos que sientan y
comprendan que ha comenzado un nuevo siglo de nuestra historia y de la historia
de la humanidad. Nuestra propuesta de modernización implica la integración y la
participación de todo el pueblo.
Sin solidaridad no se
construye ninguna sociedad estable y el primer deber que nos impone la ética de
la solidaridad es incorporar al trabajo común a todos aquellos que, sin renegar
de su historia, se sientan convocados por un proyecto como el que hemos
definido. Pensamos en primer término en quienes fueron condenados por políticas
injustas a la miseria y a la marginalidad. Pensamos también en las jóvenes
generaciones que han sufrido el enclaustramiento de una educación autoritaria y
la falta de oportunidades y se integran hoy a la vida política con su impulso
decidido y su energía vital dispuestos a construir un mundo nuevo.
Pensamos además en
quienes fueron desplazados de la vida política efectiva por la marcha de la
historia, herederos de los ideales y ambiciones que guiaron a buena parte de
los hombres que en las últimas décadas del siglo pasado comenzaron la
edificación de la Argentina
moderna. En quienes enaltecieron hasta el límite el valor de la libertad como
el más preciado por encima de cualquier doctrinarismo económico. En quienes son
herederos de la acción ejemplar del socialismo humano, democrático y ético. En
quienes buscaron conjugar su creencia religiosa con la construcción de un mundo
inmediato mejor para los hombres y que no han logrado incorporar ese noble
ideal a la práctica política concreta de vastos sectores sociales.
En quienes comprendieron
que no hay país posible sin desarrollo y entienden la exigencia ineludible de
la ética política y del método democrático. En quienes se desprendieron del
viejo tronco radical en busca de marchas más veloces. En quienes procuran una
vía efectiva para terminar con la injusta división del país entre un centro
relativamente próspero y un interior relegado, acudiendo a mecanismos locales.
En quienes fueron
protagonistas de una experiencia histórica donde la justicia social conmovió
como proyecto a nuestra sociedad y veían en la democracia su necesario sostén.
A todos ellos convocamos hoy para que, en pluralidad de ideas y de propuestas
pero en comunidad de aspiraciones y, de ser posible, en una acción conjunta y
un ámbito común, construyamos el país del futuro. Una convocatoria que, además,
comprende a ese vasto conjunto de instituciones, comunidades y organizaciones a
través de las cuales se expresa la riqueza espiritual y la voluntad de
compromiso y participación de la sociedad, tanto aquellas cuya presencia se
remonta a los orígenes de la
Patria como a las que han ido surgiendo como respuesta a las
exigencias de este tiempo o al compás del dinámico crecimiento social. Ya ha
terminado en el mundo la era de las convicciones absolutas del siglo pasado, la
era de los mesianismos y de los historicismos fáciles. El futuro no está
predeterminado ni en un papel vacío donde podemos diseñar en forma absoluta
nuestra voluntad. Venimos de un pasado y a partir de él podemos poner cauces
racionales al porvenir sin renegar de nuestra herencia pero sin esclavizarnos a
ella.
Ella nos pone límites,
pero desde esos límites no hay un solo camino. Elijamos el de la libertad, el
de la solidaridad y el de la tarea conjunta para afianzar la unión nacional. Ya
pasó la era en que se pudo llegar a creer que la felicidad del género humano
estaba a la vuelta de un episodio absoluto, violento, definitivo, que al otro
día inauguraría la vida nueva. La revolución no es eso ni lo ha sido nunca.
Revolución es una
etiqueta que los historiadores ponen al cabo de siglos a un proceso prolongado
y complejo de transformación. Pero también se terminó la época de las pequeñas
reformas, de la ilusión que con correcciones mínimas se podía cambiar el rumbo
de una sociedad que, como la nuestra, fue empujada paulatinamente al desastre.
No hablemos ya de reforma ni de revolución, discusión anacrónica. Situémonos,
en cambio, en el camino acertado de la transformación racional y eficaz.
Nuestro país debe
emerger de su prolongada crisis con vigor; y este vigor encontrará su alimento
en la decisión de participar de todos los componentes de la sociedad los
responsables de interpretar y representar las necesidades y aspiraciones de los
distintos sectores sociales deben asumir con firmeza y vocación de servicio
esta exigencia Debemos aprender a unirnos y a sumar el trabajo de cada uno con
el del otro y crear así la transformación y lo nuevo. Es la unión de lo que
cada uno de nosotros produce desde su lugar. El discurso político debe llegar
con este nuevo espíritu de construcción a todos los argentinos. Estemos
dispuestos a marchar juntos. Debemos lograr la unión de lo desunido.
Debe tratarse de una
disposición, de una voluntad, pero también de un compromiso para alcanzar la
concreción de las ideas en la vida real de las personas. En cuanto a nosotros,
los radicales, debemos comprender que es necesario estar a la altura de esta
misión, poner al servicio de las demandas y urgencias del país nuestra fuerza
histórica, seguros que al hacerlo comenzamos a solucionar esas demandas y esas
urgencias y evitamos quedar cautivos de los bolsones de la Argentina vieja.
Despojados de toda
arrogancia y de todo prejuicio, trabajemos, estudiemos y preparemos junto a
nuestros compatriotas el país nuevo, el país del futuro.
RAÚL
RICARDO ALFONSÍN
El mejor discurso que he leido en mi vida, impresionante, desde san juan un abrazo. este material me sirve para el dr honoris causa que he pedido a la universidad de esta provincia para el dr. raul alfonsin. un abrazo militante excelente sitio
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